lunes, 19 de octubre de 2015

Momentos trascendentales de alimentar a un bebé

Nunca había cuidado a un bebé tanto tiempo seguido ni tantas horas al día. Cuando empecé como nanny, trabajaba part time, mi niño tenía solo 3 meses, no aguantaba la cabeza y era calvo (más que clavo, era una cabeza con mechones de pelo graso y caspa gorda, también llamada crosta láctea). Ahora acaba de cumplir los 10 meses, estoy con él de 9 a 5, su melenita rubia con kiki incluido es envidiable y está echando a andar. Después de este tiempo, me veo en la obligación de sacar a la luz todo lo que llevo escrito sobre él, las aventuras y desventuras que hemos pasado y los momentos que hemos vivido.

Voy a empezar explicando los momentos alimenticios más... mira, que mejor os pongo una imagen para definirlos:


Todo empieza cuando que el niño, con 4 meses, aprende que su comida esta en las tetas. En cualquier tipo de tetas. Así, sin criterio, sean las de su madre o las de la panadera. Y claro, tu, como mujer, también las tienes. Un buen día de junio, el bebé se despierta de una siesta de dos horas y media con un hambre voraz, berrea y berrea incluso antes de abrir los ojos, y tu, solícita, lo llevas a la cocina para preparar el biberón. Pero su desesperación es mayor que eso, y decide tomarse la justicia por su mano, agarrándote del cuello de la camiseta como si no hubiera un mañana mientras que ya empieza a adquirir un color rojizo-amoratado y llora mientras se desgañita gritando. En esta situación, el electricista que casualmente está renovando la electricidad de la casa decide entrar en dicha cocina y te encuentra con un Gremlin rojo y chillón cogido con sus dos manitas al cuello de tu camiseta, que ya está al borde de romper costuras, mientras tu intentas mantener la dignidad, con media teta fuera y estirando del niño en horizontal intentando apartarlo de ti.

Pero no hay dolor, queridas, piensas. De situaciones más rocambolescas se han echo guiones de películas porno, así que si no consigo sacarme la carrera siempre me puedo dedicar a la escritura.

Pero ahí no termina todo. Llega un día en que empieza a comer papillas. Tu vas por la cocina preparándolas tranquilamente mientras él se entretiene chupándole la oreja al perro, cogiendo cada una de las pelusas del suelo y metiéndoselas en la boca, poniendo los dedos en los enchufes y todas esas cosas que hacen los bebés cuando ganan movilidad.

Hierves la zanahoria y las judías verdes, le quitas una pelusa gorda de la boca al niño, descongelas la leche materna, corres porque ves al niño tirando del cable de la nevera, pones a hervir las dos lonchas de pechuga de pollo con un poco de aceite, decides no tentar más a la suerte y metes el niño al parque, trituras las verduras, vuelves a meter el niño al parque porque se ha escapado, trituras la pechuga de pollo, amordazas al niño en la trona, sacas el arroz en polvo del armario, mezclas bien el arroz con la leche materna, lo mezclas con las verduras y el pollo triturado, vas corriendo a por el niño porque ha conseguido alcanzar una revista y se la está comiendo, vuelves a por el bol de papilla, metes el dedo meñique para comprobar que no esté muy caliente, te metes el dedo en la boca...

Un momento. Te has metido papilla en la boca. Papilla con arroz en polvo que has preparado con leche. Leche MATERNA. Y no materna de cualquier teta no, MATERNA DE LAS LAS TETAS DE TU JEFA.


Adiós mundo cruel. Nunca volverás a mirar a tu jefa a los ojos sin pensar: me he metido tu leche en la boca.

Pero no te da tiempo a reflexionar mucho sobre este echo ya que el bebé en cuestión empieza a pedir comida a gritos, porque otra cosa no, pero el ansia de comer de ese niño no es ni medio normal. Tan rápido traga, que antes de que puedas volver a llenar la cuchara ya esta gritando pidiendo que le llenes los mofletes de nuevo. Eso se convierte en una carrera entre el tragando y yo llenando la cuchara y metiéndosela en la boca antes de que grite de nuevo. Empecé a dejar tropezones en la papilla para ver si masticaba y comía más despacio. Os hago saber que no ha funcionado.

Toda historia termina, y esta lo hace del mismo modo que lo hace la comida al recorrer todo nuestro cuerpo: el final oscuro. No podíamos hablar de comida sin hablar de caca, esto es así.

El asunto es que tal y como come, caga. Es decir: mucho y en cantidad. Pero no os preocupéis, no señor. El problema no está en cuando caga, el problema está cuando no lo hace. Todo empieza cuando su madre te dice antes de irse "Esta mañana no ha echo caca". Cuando oyes ese temido "He didn't poop", te tranquiliza saber que no hay mucho en esa barriguita. Pero cuando pasa el día y sigue sin haber rastro de la esperada caca, la cosa empieza a preocupar. Al volver al día siguiente y enterarte de que sigue sin haber soltado el monstruo, empieza el juego. Un horrible juego en turnos de ocho horas en las que deseas que no te toque a ti, entregando al niño al siguiente desafortunado como si de una bomba de relojería se tratara, agradeciendo que no ha explotado contigo, porque sabes que cuando lo haga...

El espectáculo será dantesco.


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